Matilde

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El “Hermano Buyuyo” llegó al caluroso aeropuerto de El Cabo de Sudáfrica al otro día por la tarde. Allí le esperaba impaciente Mr. Tegler. Su destartalado avión había sufrido tres horas de retraso y “Buyuyo” debía partir en treinta minutos para Zaire, en donde entraría en contacto con los fieros guerrilleros angoleños de la UNITA, en las afueras de la ciudad de Kananga, cerca de la frontera con la recién independizada República Popular de Angola, por donde se infiltraría a este país con la ayuda de los hombres de Jonás Savimbi.

No sería una travesía agradable y el gigantesco negro lo sabía. Tendría que atravesar selvas inhóspitas saturadas de plagas, trampas caza-bobos y animales peligrosos, sin embargo, estaba consciente de que el mayor peligro le esperaba en la ciudad de Luanda, entre aquellos despreciables seres humanos que habían perdido todo respeto por el temor de Dios y la vida de sus semejantes.

“Buyuyo” era un hombre de acción y había visto mucha destrucción y traición en su vida. Hablaba cinco idiomas y tres dialectos, entre los que se encontraba una de las lenguas bantúes que utilizaba una vasta mayoría de insurrectos angoleños. En su apartamento de Miami, oía a Bach y a Wagner. Había sido escogido por la CIA, más que por su piel negra, por su habilidad en el campo de la guerrilla. Sabía analizar espontáneamente la situación más difícil y tenía la virtud de la paciencia.

Entre las calificaciones que exaltaban a este singular personaje, estaba la de haber sido entrenador de supervivencia en la selva, puesto que desempeñó exitosamente entre los soldados norteamericanos que vigilaban a zona del Canal de Panamá. Era experto en armas cortas y blancas y tenía cursos avanzados en explosivo e ingeniería de puentes militares.

La esposa de Roberto Castellanos, su verdadero nombre, había sido coordinadora de un núcleo clandestino que operaba en el hermoso puerto del Mariel, en Cuba. En el año de 1961, cuando los sabotajes anti-castristas estaban de moda, Matilde recibió órdenes de planificar la voladura de una fábrica de cemento que abastecía las construcciones de la provincia de La Habana. Tenía una mente prodigiosa y un valor a toda prueba. La hermosa y voluminosa mulata, de anchas caderas y sensual trasero, se colocó de empleada en la importante fábrica, gracias a la ayuda de un alto ejecutivo de la empresa de nombre Marcelo Arroyo, quien trabajaba del lado de los contra-revolucionarios.

Matilde decidió cómo y cuándo llevaría a cabo la destrucción de aquella fábrica, recientemente expropiada a los norteamericanos. Roberto, su esposo, tendría la responsabilidad de dirigir el comando que en la noche del 26 de julio, aprovechando las fiestas del gobierno, se internaría en los gigantescos hornos para colocar en cada uno de aquellas construcciones cilíndricas de concreto y ladrillos el poderoso explosivo que los haría volar por los aires, dejando a La Habana sin cemento por un período mayor del que Castro podría aguantar.

La operación de la voladura de aquella fábrica tenía un carácter tremendamente importante. Hacía unos meses que la invasión de Bahía de Cochinos había fracasado y este sabotaje, al igual que muchos otros que acontecieron por aquella época, serviría no sólo para perjudicar económica y logísticamente al régimen comunista, sino para levantar la malograda moral de los muchos compatriotas que exponían sus vidas en la lucha activa y armada contra Fidel Castro.

Roberto había formado un comando de cinco hombres, fieles a toda prueba. Por su parte, Matilde organizó un grupo de activistas encubiertos que le fueron enviados de diferentes puntos de la isla. Su avanzado estado de gravidez no le permitía desarrollar su labor como ella hubiera querido y compartió parte de sus responsabilidades con su comadre Oralina, la esposa del mejor amigo de Roberto, quien se había alojado en casa de los Castellanos al emigrar de su Pinar del Río natal.

Matilde dejó pasar la oportunidad de fugarse de Cuba con su marido cuando conoció que estaba en estado. Quería que su hijo naciera en la patria que le dio la vida y muy especialmente en el pueblo que había visto nacer a todas sus generaciones desde la época de la colonia, cuando fueron traídos a la fuerza desde el continente negro para abonar el suelo cubano con esa raza noble, valiente y fuerte que eran los mandigos. Le había dicho a su esposo que tan pronto naciera el primogénito se marcharían de Cuba a como diera lugar, lo que significaba fugarse de la isla, arriesgando las vidas de todos ellos. El mayor crimen que podían cometer los negros en el ignominioso régimen comunista de Castro, era disidir de la revolución. El comandante Castro había logrado crearse una imagen de “libertador de negros” como si Cuba estuviera recién salida de la esclavitud.

Matidle y Roberto sabían que sería solamente por medios clandestinos que podrían abandonar la isla. Esta sería la última misión encubierta en la que participarían. Matilde soñaba con trabajar duro, probablemente en Miami, con la meta de montar en un futuro no muy lejano una tienda de ropa. Ese sueño le venía desde cuando era estudiante en La Habana y solía acompañar a su hermana menor por las tiendas de aquella moderna ciudad e internarse en los lujosos departamentos de “El Encanto”, una tienda que era la envida de los norteamericanos que visitaban Cuba como turistas en épocas de prosperidad. Jamás tuvo la oportunidad de comprarse nada, pues los pocos pesos que recibía de su humilde y laboriosa familia se gastaban en libros y matrículas en la prestigiosa Escuela de Comercio de La Habana.

Matilde y Roberto hacían la pareja perfecta. Existía un balance entre ambos cónyuges que servía de ejemplo al núcleo de amistades que compartían. Roberto por su parte, trabajaba en la compañía de electricidad como auxiliar de contabilidad y en sus ratos libres daba lecciones de guitarra a un nutrido grupo de estudiantes de clase acomodada.

El abuelo de Matilde luchó en la guerra de independencia al lado del general de raza negra Antonio Maceo, el “Titán de Bronce”. Tenía una pensión modesta que le permitía vivir los últimos años de vida tranquilamente, sin embargo, fue el viejo guerrero, en su sempiterno afán por liberar a Cuba, quien involucró a su única y adorada nieta en la contra-revolución.

Armando García era un hombre con temple, como su nieta. Jamás simpatizó con los barbudos de la sierra, a quienes les reprochaba el imitar a los mambises (libertadores cubanos) que pelearon en las maniguas contra los españoles y de engañar miserablemente al pueblo cubano. Era un negro pintoresco, bonachón y sobre todo: agradecido. A menudo decía que de no haber nacido en Cuba, le hubiera gustado ser norteamericano, gentilicio que idolatraba exageradamente. Era el consentido de los ejecutivos de la fábrica de cemento del Mariel -- y en especial de su director, el Ing. Jorge de Castro -- donde aprendió el poco inglés que sabía. No faltaba una fiesta en la que el viejo Armando, o “El Tierno”, como le llamaban los gringos, no asistiera con su destartalado tres, al que hacía sonar como si fuera un banjo, instrumento popular del sur norteamericano. Se sabía todas las canciones de los viejos soldados confederados.

Matilde creció con la filosofía y el alma guerrera de su abuelo y se educó en las escuelas que los norteamericanos tenían para los hijos de los obreros de la fábrica. Era ya una mujer culta, de finos modales y humilde voz que hablaba el inglés y el francés perfectamente. Tenía una suave y hermosa cabellera, heredada sabrá Dios de cuál patrón blanco que se cruzó en el linaje mandingo de sus ancestros africanos, así como unos brillantes y penetrantes ojos verdes que sabían escudriñar en el corazón de la gente.

Aquella calurosa y húmeda noche esperaba ansiosamente a su marido en el portal de la modesta pero confortable casa que compartían, a unas veinte millas de la fábrica que tendrían que destruir horas más tarde, aún a costa de dejar sin empleos a cientos de sus vecinos, incluyéndose a ella misma. El sacrificio que exigía la recuperación de la patria pasaba por las penurias que todos ellos, como sociedad, tendrían que sufrir si querían reconstruir a Cuba para legarla, saneada y enmendada, a generaciones futuras. Matilde se llevó su mano al vientre y sintió el leve patear de la criatura que llevaba dentro, producto del sagrado amor que compartía con su marido, Roberto.

Roberto debía reunirse con ella y los cinco jóvenes a las ocho de la noche. Faltaban diez minutos para la cita sin que su marido diera señales de vida. Matilde sabía que los retrasos en operaciones como la que estaban a punto de llevar a cabo, significaban malas noticias y eventuales fracasos.

A las ocho y diez minuto de la noche, se aparecieron en casa de Matilde dos jeeps del G2, la policía política de Cuba. La mujer sintió un terrible y punzante dolor en su vientre, como si se tratara de la aproximación del parto. Por un momento pensó que sus piernas no la soportarían y recibió en su boca un desagradable chorro de adrenalina al tiempo en que un electrizante escalofrío recorrió su cuerpo de casi dos metros de estatura.

Los agentes de Castro, uniformados de verde olivo, se bajaron de ambos vehículos portando metralletas checas. Con pasos apurados se dirigieron a la pequeña vivienda donde les aguardaba Matilde intentando, sin mucho éxito, de dar muestras de ingenuidad.

Juan Cancio fue el primero en hablar:

—¿Dónde está Roberto? – le preguntó a Matilde en todo seco y autoritario obviando las miles de horas que pasaron juntos como amigos que se criaron en el mismo pueblo. Juan Cancio fungía de jefe de zona y conocía aquel pueblo como la palma de su mano. Había crecido en el mismo barrio de Roberto y Matilde, a quienes consideraba sus amigos.

—Tengo en mi poder una orden de arresto que no puedo ignorar. – Matilde se echó las manos a la cara, mientras soltaba un débil gemido – Me temo que el negro está metido en un soberano lío. Se le busca por conspiración y actos de terrorismo. ¿Sabías que tenía planeado volar la fábrica de cemento hoy en la noche?

La mujer trataba de despistar al oficial fingiendo incredibilidad. En un régimen donde los hijos denuncian a sus padres, no era nada extraño que el amigo de todo una vida estuviera a punto de llevarlos a ambos ante el paredón de fusilamiento.

—Fue Oralina, tu propia comadre, quien los denunció. Por cierto, también te ha mencionado.

Matilde no podía dar fe de lo que estaba escuchando. Oralina había vivido con ellos mientras su novio encontraba un lugar a donde mudarse antes de casarse. Habían compartido con “la comadre” lo poco que tenían que comer en tiempos duros y difíciles. Tras el nacimiento de su primer hijo, Oralina le pidió a Matilde que fuera su madrina. Había puesto en ella toda su confianza. Más que comadres, eran como hermanas.

—Esperaremos aquí hasta que llegue tu marido.

La valiente mujer evaluó aquella situación desoyendo la letanía revolucionaria que como un loro cacareaba Juan, mencionando palabras de moda como “explotación del hombre por el hombre”, “imperialismo yankee” y cosas por el estilo. Temía que Roberto se apareciera de un momento a otro y se preguntaba si ya sabía del fracaso de la misión. Se acordó de repente del arma que tenía en la cocina y contempló la idea de hacer uso de ella, o por lo menos buscarla para tenerla a mano. Sabía que de ésta no saldrían vivos ni ella ni su esposo y decidió entablar la lucha cuando llegara el momento.

—Prepararé café. – Dijo en todo humilde, mientras uno de los milicianos que acompañaba a Juan seguía a la mulata a la cocina.

Matilde abrió la lata donde guardaba la borra del café mezclado con chícharos que había colado recientemente y buscó en el estante la manga de tela por la cual pasaría el residuo de la colada anterior. Con movimientos bruscos y nerviosos intentó lavar la manga bajo el chorro de agua marrón que salía por la vieja tubería dejándola caer al suelo torpemente, logrando que el miliciano se agachara para recogerla, lo que aprovechó Matilde para sacar la pequeña Walter PPK calibre .765 de la gaveta y metérsela en el bolsillo de la bata de maternidad por debajo del delantal que llevaba puesto.

—Finalmente termino de preparar aquel líquido ligeramente oscuro que en Cuba le llaman “café” y regresó al portal, en donde Juan y sus perturbados hombres montaban guardia en espera de Roberto. Los dos vehículos habían sido escondidos detrás de la casa y las luces del portal se apagaron, dejando solamente la luz que salía de la pequeña y humilde sala. Juan obligó a Matilde a pararse frente a la ventana, de manera que pudiera ser vista por Roberto cuando éste se aproximara a su vivienda. No había pasado media hora cuando apareció la figura nerviosa y enérgica del negro que corría desenfrenadamente en busca de su esposa, enterado ya de la denuncia.

Roberto se había demorado debido a que antes de recoger a su mujer había preparado una pequeña lancha con motor fuera de borda que los llevaría a salvo a La Habana, en donde serían auxiliados por miembros de la resistencia contrarrevolucionaria.

Cuando el negro se encontraba a pocas yardas de la vivienda, Juan se incorporó de la antigua mecedora de madera, listo para hacerle fuego al compañero de toda una vida si éste decidía resistirse al arresto.

—¡Roberto, si das un paso más eres hombre muerto! ¡Estás detenido!

Roberto comprendió inmediatamente que había llegado tarde y se quedó desconcertado en medio de aquel polvoriento terraplén que rodeaba su propiedad. Echó un vistazo fugaz hacia su derecha y calculó la distancia que había, desde donde él estaba parado, hasta los matorrales que daban al barranco que lindaba con su terreno.

De repente se percató de la silente figura esbelta y elegante de la mujer que llevaba en sus entrañas a su hijo. La notó serena y desafiante, como si le hubiera llegado la hora de enfrentar al mortal enemigo a sabiendas de que sería su última misión. En cuestiones de segundo se remontó al día en que la amó por vez primera.

Fue una tarde de mucho relámpagos, cuando los santos se encontraban de fiesta en el Ilé, el palacio que comparten en el cielo. Matilde había llegado con un bello vestido blanco que hacía resaltar su piel color canela. Llevaba el pelo suelto y alebrestado por los vientos que batían del norte. Venía descalza, arrastrando vagamente sus pies por la fina arena del Mariel y llevaba en sus manos un ramo de flores silvestres que solía recoger cada vez que salía a pasear por la playa.

El negro, altivo y desafiante le salió al paso reclamando lo que según él era de su propiedad. Se habían jurado ya amor eterno y el tiempo dejó de ser obstáculo. Matilde se dejó abrazar por una fuerza animal que emanaba de su prometido gigante y, como siempre hacía, respiró el profundo y peculiar olor que genera el deseo. Fue allí, en las blancas y suaves arenas del Mariel, donde la negra se hizo mujer.

—¡No te muevas! – gritó Juan Cancio sacando al negro de aquel imborrable recuerdo…

Los hombres de Juan Cancio proyectaban miedo e indecisión. No estaban acostumbrados a enfrentarse con el enemigo y tan sólo el pensamiento de que tendrían que hacerle fuego al hombre que se mostraba indefenso ante ellos les causaba náuseas.

—¡Manos a la cabeza! – Gritó Juan temblorosamente. Roberto había sido siempre el líder del grupo cuando eran niños. Darle órdenes a aquel gigantón no le era nada fácil a Juan, quien siempre sintió un profundo respeto por su amigo. La primera botella de ron blanco que se habían tomado en su niñez, se la habían robado ambos de la casa del abuelo paterno de Roberto. No era fácil cumplir con la revolución y borrar años de recuerdos.

—¿Qué te pasa mi hermano? – Exclamó Roberto dirigiéndose al miliciano que ostentaba la jefatura del G2 en el pequeño pueblo – Tranquilo, no te pongas nervioso, mira que esas cosas se disparan solas…

Roberto trataba de ganar tiempo mientras llegaba a una decisión sobre su próximo paso. – Voy a caminar hacia ti lentamente. Si haces un movimiento en falso tendré que matarte – le advertía Juan en un tono no muy convincente.

Roberto entendía que no podía dejar que lo apesaran vivo. Sabía demasiado como para perjudicar a medio pueblo. Conocía los métodos infrahumanos que empleaban los del G2 para hacer que el más bravo de los hombres hablara. Temía por la seguridad de Matilde y de la criatura que estaba por nacer. Comprendía que utilizarían a su esposa para hacerle hablar.

Por su parte, Matilde se sentía culpable de aquel fatídico desenlace. Había sido ella quien involucró a su pacífico marido en la lucha clandestina en contra del régimen de Castro. Aquella noche llegó tarde a la casa y antes de que comenzaran los reproches le contó a su marido en qué estaba. Roberto, quien todavía no estaba muy seguro de las intenciones diabólicas de Castro para destruir toda Cuba, intentó clausurar aquella comprometedora conversación, solo que su mujer ejercía un mágico poder sobre el corazón del negro y terminó convenciéndolo de que asistiera a una reunión conspirativa que se llevaría a cabo aquel domingo, después de misa. Bastó una sola sesión para que Roberto se convirtiera en el líder de aquel incipiente movimiento insurgente de la resistencia anti-castrista que cumpliría con decenas de heroicas misiones en los alrededores del puerto del Mariel.

Mientras Juan emprendía con evidente inseguridad su avance hacia Roberto, Matilde tomó la determinación de inmolarse por el único hombre que había amado y que amaría en su vida, se llevó la mano al bolsillo delantero de su bata, pensó un instante en su hijo por nacer y por debajo del delantal accionó el gatillo con su pistola en dirección al jefe del pelotón, al mismo tiempo que le gritaba con locura a su marido que huyera y salvara su vida.

Al crearse la confusión, los soldados no atinaban a ubicar la procedencia de los disparos que se repetían en desorden una y otra vez hasta quedar vacía la pistola semi-automática y sin haber hecho blanco en ninguno de los enemigos.

Para entonces el gigante había emprendido la huida a todo tren por los espinosos matorrales de aquel accidentado terreno.

Juan decidió hacerse cargo de Matilde mientras enviaba a la mitad de sus hombres a perseguir al negro. La enloquecida mujer seguía accionando el gatillo una y otra vez, aunque había agotado ya todas sus municiones y solamente logró reaccionar cuando el jefe de seguridad le proporcionó un certero puñetazo en el mentón que la tiró a un rincón del portal. Allí se le acercó el coterráneo para castigarla repetidamente con puntapiés que fueron a hacer blanco en el vientre de la futura madre. Juan gritaba mil improperios que se confundían con los alaridos y gemidos de su víctima. Para evitar que el jefe del G2 terminara con Matilde sin sacarle información, uno de sus hombres le agarró por al espalda y lo llevó hacia el descapotado jeep. El otro arrastró a la desdichada mujer quien pronunciaba ininteligibles frases que tenían que ver con la patria, con Dios y su marido.

Roberto ya había alcanzado el pequeño muelle en donde le esperaba la lancha. Había un compañero al mando de la misma aguardándole.

—¡Han hecho prisionera a mi mujer! ¡Todo ha terminado en un verdadero desastre! – gritaba Roberto mientras saltaba a la pequeña pero rápida embarcación. – Tenemos que partir cuanto antes. En la Habana organizaremos un comando de rescate y regresaremos a primera hora de mañana. -- Complementaba el negro mientras su cómplice arrancaba a toda velocidad hacia la ciudad capital.

Los dos milicianos pertenecientes al grupo de Juan que perseguían al negro, habían tomado un rumbo equivocado y no tardaron mucho en comprender que su presa se les había escapado, por lo que desistieron de la persecución y se dirigieron al pueblo.

Esa noche fue horrible para Matilde, quien no recibió atención médica y cuyos dolores le mantenían al borde de la locura. Sabía que de ésta no saldría viva y sólo le pedía a Dios que le adelantara el nacimiento de su hijo para poder morir en paz. Para mitigar la tortura de sus pensamientos, decidió tararear para sí los cánticos religiosos que había aprendido en la iglesia metodista de los norteamericanos. Se acordaba de uno en particular que decía algo así como… “solo Tú eres digno, solo Tú eres fuerte…”, pero su traicionera mente le impedía concentrarse en lo Divino para llevarla al plano de aquella infamia que jamás tuvo justificación alguna. Maldijo una y mil veces a los políticos cubanos que habían construido con oro la carretera por donde se aparecería Castro con sus barbudos cargados de vírgenes y crucifijos. Se imaginó cómo hubiera sido su vida en libertad con su hijo y su hombre. Afortunadamente, entre recuerdos, cánticos y el cansancio, logró quedarse dormida arropada por el terror.

A la mañana siguiente, llegó de La Habana un grupo de agentes del G2, dirigido por “El Carnicero”. Le llamaban así porque tenía fama de sanguinario. Era un hombre elegante, tocado con un sombrero de marca y un impecable “Drill 100”. Además, era apuesto y poseedor de unas paradójicas facciones suaves e inofensivas. Sin embargo, había ganado galones obteniendo valiosísimas informaciones de los contra-revolucionarios que a diario caían en las garras del G2.

Se decía que “El Carnicero” solía comerse las vísceras de sus enemigos en señal de burla. No obstante todo lo que se decía de aquel esbirro, nada era comparable con la anécdota de su dedo meñique.

Una vez le llevaron un campesino que tenía azotada la zona del Escambray, en la región montañosa de la provincia de Las Villas. Aquel guajiro tenía fama de valiente e indomable. Había sido torturado de diversas maneras sin ningún efecto. El sicario de Castro recibió el bulto de sangre y hematomas que caminaba por sus propios medios, con la frente en alto y la mente clara. “El Carnicero” tenía fama de doblegar a sus víctimas en menos de una hora, sin embargo, aquel hombre parecía inmune al dolor y a las amenazas. Ya le habían matado a tres de sus hijos y vivía “restreao”. Mientras más le torturaban, más se burlaba de sus victimarios. Nuestro personaje perdió la tabla y enloqueció ante aquel extraño ser que no le temía. Frente al horror de sus propios hombres, “El Carnicero” sacó su puñal, puso la mano izquierda con sus dedos separados sobre un pequeño taburete que estaba a la vista del reo y sin vacilar se cortó de un cuajo el dedo meñique.

—¡Tú no eres el único macho en este cuarto, cabrón! – Le espetó “El Carnicero” mientras reía observándose el muñón que sangraba a borbotones. Con la misma, le hundió el puñal al campesino una y otra y otra vez. Se cuenta que estuvo más de un minuto apuñaleando aquel grotesco cuerpo que brincaba en espasmos en medio de un mar de sangre, mientras sus hombres observaban con pavor, incapaces de calmar a su jefe.

“El Carnicero” se levantó, se desnudó y se dirigió a la ducha que tenía en su oficina. Luego de asearse y amarrarse un torniquete en su muñón, se desplomó desmayado en el suelo del baño.

Al día siguiente estaba de muy buen humor y con buen semblante fiestaba en el guateque del pueblo, tabaco en boca y ron en mano, al son de un sabroso punto guajiro que entonaba con fuerza un trío de jíbaros.

En esta oportunidad, “El Carnicero” preparó un tambor de cincuenta galones, haciendo que le removieran una de sus tapas. Colgó a la esbelta mujer por las axilas de la rama de un árbol que se encontraba en el patio del cuartel del G2, quedando con los pies a varias yardas del suelo. Colocó el tambor debajo de la negra y bajó a ésta hasta que quedó dentro del tambor al nivel de la cintura… y le echó agua.

Antes de prender la hoguera que había preparado debajo del tambor, le pidió decentemente a la mujer que escupiera todo lo que sabía del plan para volar la fábrica de cemento. Al ver que Matilde no respondía, mandó a que le encendieran la hoguera. Al calentarse el agua más allá de lo humanamente soportable, la mulata comenzó a gritar y patear el interior del tambor. Su agonía fue prolongada e infrahumana. De pronto Matilde sufrió una serie de espasmos violentos que se interrumpían a intervalos.

—Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu…

—¡Habla mujer, habla! – Le interrumpió “El Carnicero” cuando Matilde comenzó a contraer su cuerpo de una manera macabra, lo que le indicó a su victimario que se acercaba el fatal desenlace. No sería la primera mujer que vería morir ni mucho menos la última. Sabía exactamente cuando apretar sus torturas y cuando hacer sus macabras y necesarias pausas. El dolor no debe ser ni muy fuerte ni muy constante, de lo contrario los nervios se bloquean y no le llega al cerebro del infeliz torturado. “El Carnicero” era un licenciado en esta materia e intuía el éxito o el fracaso de lo que él llamaba un “interrogatorio a fondo”.

No habían pasado diez minutos desde que la torturada comenzara los espasmos, cuando el agua se llenó de sangre y salió a flote lo que parecía ser un feto. Ya Matilde se había relajado y a pesar de la temperatura del agua, reflejó un contrastante alivio en su cara. Dirigió en paz una última mirada a su verdugo y movió sus delgados labios como queriéndole decir algo… solo que la muerte se lo impidió.


El “Hermano Buyuyo” llegó a Zaire, en donde entro rápidamente en contacto con los hombres de Jonás Savimbi, líder de la “Unión Nacional para la Independencia de Angola” (UNITA), enemigo mortal del nuevo presidente de Angola, Agostinho Neto.

La República Popular de Angola logró su independencia en 1975, luego de que el gobierno de Portugal le diera la libertad total tras encarnizadas luchas, compartidas por tres movimientos importantes: El “Movimiento Popular para La Liberación de Angola” (MPLA), que fue fundado en 1956 por el Dr. Agostinho Neto; El “Frente Nacional de Liberación Nacional”, el cual surgió en 1962 del “Gobierno Revolucionario de Angola en el Exilio” (GRAE); y la “Unión Nacional para la Independencia Total de Angola” (UNITA), dirigido por Jonás Savimbi.

En 1975, Portugal reconoció la independencia total de Angola y el Dr. Agostinho Neto, quien en 1952 se había fugado de una cárcel política de Portugal, fue nombrado presidente por el MPLA y reconocido por Cuba y la U.R.S.S.; al mismo tiempo, la UNITA y el FNLA proclamaron la República Democrática de Angola, que a su vez fue reconocida por Estados Unidos, Zaire, Sudáfrica y China.

La verdadera lucha por el poder absoluto comenzó a partir del año 75, gozando el Dr. Neto de una marcada ventaja, gracias en gran parte, a la ayuda brindada por el gobierno de Castro a instancias de la U.R.S.S.

Era ya noche cuando “El Hermano Buyuyo” cruzó la indistinguible frontera entre Zaire y Angola para continuar la travesía hacia el sur por el Río Cuango. Calculaba estar en Luanda, la capital angoleña, dos días después.

“Buyuyo” tendría que actuar solo, por lo que la ayuda que recibió de los hombres de la UNITA se limitaba a conducirlo a salvo hasta aquella ciudad, que para entonces no llegaba al millón de habitantes.

Angola es un país relativamente pequeño, con una población que no supera los diez millones. Limita con Zaire, Zambia, Namibia y el océano Atlántico. La lengua oficial es el portugués, sin embargo, debido a que se emplean numerosas lenguas bantúes, no había un acento en el hablar que se pudiera llamar angoleño. Este factor, unido a la gran desorganización en el incipiente departamento de identificación del gobierno angoleño, le permitiría al agente de la CIA pasar aún más por africano.

El “Hermano Buyuyo” era un conocedor de aquella nación ya que había incursionado en el territorio angoleño media docena de veces. En un principio era él quien controlaba las entregas de cargamentos y ayuda económica que el gobierno norteamericano les proporcionaba a los insurrectos de la UNITA. Desgraciadamente, pensaba él, los Estados Unidos nunca fueron más allá de prestar ayuda a los rebeldes con armas y dinero. La Unión Soviética, sin embargo, le proporcionó a Neto y a su movimiento, el “paquete” completo. He aquí la razón de la inquebrantable fortaleza del MPL, movimiento con una marcada orientación marxista, que se fortalecía cada día más.

Aquella noche, al igual que todas las noches desde que su adorada Matilde fue asesinada por los esbirros del G2, “Buyuyo” se dispuso a conversar con su fallecida mujer.

El apodo de “Hermano Buyuyo” le venía, justamente, por aquel extraño ritual que el negro desplegaba bajo el tenue sereno de la noche. Era una mezcla de cristianismo con santería, cosa, por demás, muy normal en una gran cantidad de cubanos y muy en especial entre los miembros de la raza negra.

Desnudo de la cintura hacia arriba, mostrando una casi dolorosa musculatura, el negro estiraba sus enormes brazos hacia el cielo con los dedos de sus inmensas manos separados como si quisiera alcanzar a su mujer… aquella que le enseñó a vivir y por quien no supo morir.

“Buyuyo” entonaba una extraña canción en un exótico dialecto que sólo él entendía – producto de su trance – mientras sus facciones se transformaban en una grotesca máscara de dolor y angustia que contrastaban con el metal de su voz, transformado en agudos alaridos que recordaban el sutil, lejano y dulce lamento de un niño.

El asombroso y espeluznante ritual terminaba indefectiblemente con la señal de la cruz, ademán que hacía con su mano derecha, mientras que con la izquierda se llevaba a sus labios los sagrados collares de los “orichas” los cuales, según él, estaban “preparados” por el babalao de su siempre recordado y añorado pueblo natal. Jamás, mientras “Buyuyo” se encontraba conversando con su Matilde, hubo alguien que osara interrumpirlo, ni mucho menos burlarse. No obstante, a pesar de que siempre trataba de aislarse de los demás, era observado por los compañeros que tenían la suerte de presenciar aquella extraña costumbre.

Esa noche “Buyuyo” gritó como una fiera herida de muerte y mientras caía de rodillas en la arenosa rivera del Río Cuango, aún con sus brazos extendidos en súplica, pronunció en un tono infrahumano que retumbó por toda aquella intrincada selva del continente africano el nombre de su mujer -- ¡Matilde! – seguido de un profundo llanto que calaba los huesos de sus anonadados y recios guías.

Extracto del libro

Los Generales de Castro

de Robert Alonso

ISBN 980-258-010-4 (1ra Edición: Nov 1985)